viernes, 2 de marzo de 2007

- La ciencia pervertida.

La idea de humanidad está amenazada por la perversión de la ciencia, que investiga al ritmo de los grandes negocios. El modo de producción científica ya no se desarrolla por la tradicional "validación académica", sino por las necesidades industriales o consumistas. Es la tesis del último libro de Jean-Claude Guillebaud (Seuil).

Hace una quincena de años, un representante del Congreso americano, no sin humor, desvelaba la verdadera naturaleza del problema. Lo más peligroso, escribía a propósito de la revolución biológica, no es que hayamos descubierto el árbol del conocimiento, sino que lo hayamos vendido a Wall Street.

Ironía premonitoria, en efecto. Hoy, mientras debatimos cuestiones éticas y nos proponemos legislar con prudencia, una potente industria biotecnológica se desarrolla a través del mundo completamente gobernada por la búsqueda del beneficio. Esta industria se beneficia, día a día, de la debilidad política. Se vale de la desregulación-privatización generalizada para adquirir una fuerza y una autonomía sin equivalente en la historia.

Cuando se trata de genética, esta captación de potencia es angustiosa. Porque la biología genética se ha convertido ya en un gran negocio, objeto de una competencia internacional descarnada. Regularmente, la prensa norteamericana compara este boom industrial con la carrera por el oro del siglo XIX.
Para evocar esta fortuna por venir, se habla a veces de "genodólares", en referencia a las masas de petrodólares producidos por los choques petrolíferos de 1974 y 1979. Ampliamente dominado por Estados Unidos, este vasto mercado cuenta con nuevos actores, impacientes, en la mayor parte de los países desarrollados: Gran Bretaña, Francia, pero también Brasil o India.
Estados Unidos albergaba, en noviembre pasado, miles de empresas especializadas, 300 de ellas en el Estado de Maryland, en la costa este. Gran Bretaña (la primera de Europa) cuenta ya con 560, es decir, más de la mitad de todas las empresas similares del continente.

Francia, por su parte, a levantado un polo de investigación biotecnológica en Evry, cerca de París, presentado ya como una especie de "genetic valley" a la francesa. En la India, el gobierno alienta la investigación biotecnológica desde 1986 con la creación de un ministerio especializado y favoreciendo la formación universitaria de investigadores en este campo.
Frente a una carrera de estra amplitud, los argumentos humanitarios no pueden pesar demasiado y no solamente por una relación de fuerzas desfavorable a la regulación democrática. Entre la inquietud moral suscitada por la inmensa transgresión genética y el laisser-faire neoliberal existe un antagonismo teórico. De un lado, la necesidad de reglas, de medidas, de enmarcación, de reflexión. De otro lado, una precipitación industrial y comercial determinada por el principio de libre competencia. En estas condiciones, cuando el legislador se ve obligado con frecuencia a rodear un estado de hecho ya renunciar, sin decirlo, a dictar normas o prohibiciones duraderas.

Esta nueva debilidad de la ley, esta fragilidad de los límites, son considerados lamentables por algunos juristas. Para ellos, la ley está enfrentada hoy a un proceso anónimo de desarrollo científico, industrial y técnico que avanza con una fuerza y casi automatismo desconcertante.
Parece lejana la época (1987) en la que el Comité Consultivo de Ética de Francia denunciaba con solemnidad la irrupción del dinero en el terreno de la biología.

Dolly y la bolsa

Pero eso no es todo. En el terreno de las biotecnologías, el progreso de la investigación, como el anuncio de los descubrimientos, están determinados por las reacciones, en tiempo real, del mercado. Se sabía que la clonación de la oveja Dolly, el 23 de febrero de 1997, iba a provocar una subida del 56,7% de la bolsa de Londres y las acciones de la sociedad PPL Therapeutics.
Hoy, la evidencia de esta relación directa entre la bolsa y los descubrimientos cientíticos (o pseudo descubrimientos) se ha convertido en una rutina mediática. El 14 de marzo de 2000, la PPL anunciaba haber clonado cinco lechones. A continuación sus acciones subieron un 50%.
En Francia, en el primer semestre del año 2000, las acciones de la sociedad Transgène triplicaron su valor y las de Genset se duplicaron. En Frankfurt, la subida más importante de este período fue también la de una empresa biotecnológica, MorphoSys, cuyas acciones se multiplicaron por once.

A la inversa, bastó que en el otoño pasado Tony Blair y Bill Clinton se declararan opuestos a patentar el genoma humano para que la sociedad Celera Genomics perdiera el 25% de su valor en el mercado.

Cabe preguntarse lo que queda de la deontología científica, si es que subsiste su razón de ser, cuando la investigación obedece a lógicas mediáticas y bursátiles tan extravagantes. Según un gentetista belga, "los anuncios orquestados por las empresas de biotecnología sobre la secuencia del genoma se han concebido para dopar el valor de las acciones en la bolsa."
Podría añadirse que esta famosa secuencia del genoma humano, presentada en los medios como una empresa más importante que la conquista espacial, es objeto de una competencia despiadada, al límite de la estafa ética, entre el programa público Hugo y la ofensiva, privada, del laboratorio americano Celera, que pertenece al bioquimista y empresario californiano Craig Venter, que se considera como el Bill Gates del gen.

Venter ha conseguido meter las manos en el genoma y podrá, mañana, comercializar sus licencias. Los métodos de Craig Venter, fundados en la carrera de velocidad del efecto de anuncio, suscitan intensas polémicas en Estados Unidos. De hecho, lo único que hacen es llevar hasta el fin una lógica mercantil que se ha convertido en regla.

El anuncio espectacular y mediáticamente planificado de la terminación del decriptaje del genoma humano en febrero pasado constituye el perfecto ejemplo de este vértigo del espectáculo y del dinero en que se engulle la verdadera ciencia.

En medio de este clima tan desenfrenado, exacerbado por una orquestación periodística estruendosa con títulos como "nuestros genes valen oro", ¿cómo pueden prevalecer la prudencia, la ética y el sentido común?

En realidad, sin que nos demos cuenta, es el modo de producción científica el que se transforma: ya no se desarrolla en función de la tradicional "validación académica" (por definición gratuita y desinteresada), sino en estrecha conexión con las necesidades industriales o consumistas.
La contaminación de la revolución genética por la revolución neoliberal de la economía es mucho más profunda de lo que nos imaginamos. La esencia de la organización de la investigación científica, el estatuto del conocimiento, se destruyen poco a poco por efecto de esta colisión de las revoluciones genética y neoliberal.

Científicos empresarios

La confusión, por ejemplo, entre el oficio de investigador y el de industrial, es la norma. Cada vez más, los jóvenes diplomados quieren ser los empresarios de sus eventuales descubrimientos. De esta forma se instala una especie de vergüenza permanente. Por un lado, como científicos, explican las fabulosas promesas de la genética. Por otro lado, crean su propia empresa biotecnológica, pronto cotizada en bolsa. Fortuna del investigador y ruina de la palabra...
Esta imbécil tiranía del mercado sobre la definición del saber, este vértigo que sacude a los mejores espíritus, nada de esto debería perderse cuando se reflexiona sobre la revolución biolítica. Es una reflexión crítica global la que hay que elaborar, un análisis resueltamente transdisciplinar el que se impone.

Si no lo hacemos, un abismo separará ridiculamente de un lado a los debates sobre la bioética y de otro lado a la brutalidad cínica de lo real. Toda la cuestión es saber si aceptamos abandonar la noción de humanidad a los frenesís de un proceso sin sujeto. Un proceso por el que el estructuralismo buscaba, precisamente, anunciar la muerte del hombre, es decir, la desaparición pura y simple del principio de humanidad. Esta funesta hipótesis es la que este libro quisiera examinar. Pausadamente.

Condensado del original (extractos de "El principio de humanidad", Seuil, Paris, 2001):

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